arquitectura, política y autogestión: un comentario acerca de los mutirões habitacionalesUSINA
Las obras de construcción administradas por los movimientos populares en ciudades y asentamientos de la reforma agraria, que movilizaron fondos públicos para la construcción de viviendas, escuelas y espacios colectivos, constituyeron y tal vez aún constituyan lugares de experimentación en distintos niveles. Los mutirões [1] representan un locus de invención de prácticas autonomistas y de fortalecimiento de las organizaciones populares que tienen repercusiones palpables, comenzando por la misma calidad del espacio allí inventado y construido —muy distinto de los conocidos conjuntos habitacionales o de la construcción por cuenta propia que puedan realizar la población más pobre, sobretodo en los barrios periféricos.
El encuentro entre los universitarios y el “pueblo brasileño” que se esbozaba en las vísperas del golpe militar de 1964, bruscamente interrumpido en ese momento, pareció al fin concretarse en la práctica a partir de la segunda mitad de los años setenta, y la lucha por la vivienda constituyó uno de los espacios privilegiados de ese encuentro. Fueron sobre todo arquitectos y asistentes sociales los que partieron hacia las periferias y las favelas procurando establecer un nuevo tipo de vínculo, una militancia práctica y cotidiana, estableciendo cierto funcionamiento orgánico con las comunidades y los movimientos en formación. Se trataba aún de un período de abierta represión del régimen militar que, por eso mismo, definía para los movimientos urbanos una desidentificación con el aparato de Estado, al mismo tiempo que demandaba de éste más recursos para políticas sociales. La bandera de la “autogestión” como alternativa para la organización de los trabajadores, siempre asociada a una disputa por la distribución de la riqueza socialmente producida, por medio de la utilización de los fondos públicos, la ocupación de tierras y las manifestaciones de todo tipo, aparece en esta condición histórica peculiar: exige una política pública, al mismo tiempo que rechaza la intervención del aparato estatal como agente implementador (de arriba hacia abajo). Existiría, así, un carácter aparentemente paradójico en la reivindicación de una autogestión dependiente de los fondos públicos, que constituiría un campo de semi-autonomía, altamente conflictivo, oscilando entre la necesaria distribución de la riqueza y una pérdida progresiva de la independencia de sus organizaciones. Esta “autogestión a la brasileña” estuvo asociada también a una cultura organizacional y a valores propios del cristianismo progresista de las comunidades de base, mucho más que a una motivación política anarquista o socialista [2]. La supuesta “redemocratización” del país, en la mitad de la década de 1980, en el marco de una crisis de deuda externa con la consiguiente reducción del gasto público, puso a prueba las prácticas autonomistas de gestión popular que de a poco fueron siendo re-significadas. Las nuevas políticas públicas que comienzan a definirse en un contexto de apertura democrática asociada a la crisis del desarrollismo y a la intervención directa de organismos multilaterales, como el FMI, la ONU y el Banco Mundial, inesperadamente comienzan a verificar “virtudes” en la capacidad de los pobres de hacerse cargo de su propia reproducción social. Al mismo tiempo, se producen las primeras victorias electorales del Partido de los Trabajadores (PT), con la conquista de distintas administraciones municipales, hecho que estimula una inesperada alianza estatal con los movimientos sociales y la democrática invención de las políticas públicas de la post-dictadura, entre ellas la de vivienda, cuyo gran espacio de experimentación, con los “mutirões autogestionados”, fuera la administración de Luiza Erundina en el municipio de São Paulo (1989-1992). Mientras tanto, la promesa de una transición democrática hacia un país más integrado y equitativo carecía de base material para convertirse en una realidad. El crecimiento de la izquierda y de sus organizaciones ocurría en paralelo a una creciente inviabilidad de la formación nacional como así también de cualquier horizonte de desarrollo —a no ser, como siempre, bajo condición de abrirse como territorio para la especulación, la expoliación y los negocios transnacionales. Las nuevas políticas públicas post-régimen militar habrían de enfrentar el desafío de combatir la pobreza en una situación de creciente escasez de recursos, lo que llevará al desarrollo de avanzados mecanismos de gestión de las poblaciones pobres en una situación de derrumbe social. Brasil, y en particular el PT y el tercer sector, se convirtieron en una máquina de producir “buenas prácticas” (best practices), casi siempre inocuas desde el punto de vista de una transformación estructural más amplia. En líneas generales, esta es la desastrosa situación a la que nos enfrentamos y dentro de la cual se inserta el debate acerca de las iniciativas populares de autogestión de los fondos públicos en políticas sociales, como es el caso de los mutirões habitacionales. La actual dificultad estriba en alcanzar una definición del significado de tal “autogestión” en una situación de catástrofe social y des-responsabilización del Estado en relación con los costos de reproducción social de la clase trabajadora. En síntesis, ¿conservaría la autogestión aún cierta dimensión de la vieja política de lucha de clases y de construcción de un “poder popular” en el sentido de una ruptura anti-capitalista —o al menos de resistencia consciente a este sistema— o se ha dado un deslizamiento definitivo del campo hacia las nuevas formas de administración de la pobreza y “culpabilización de las víctimas” en un espacio político conservador y neoliberal? El problema de la indiferenciación discursiva La construcción de acciones de movilización social fuera del Estado, sin prescindir de la utilización de fondos públicos (lo que trae consigo sus paradojas), representa un espacio importante para el fortalecimiento de las luchas y las prácticas populares, con la construcción de un nuevo poder. Un nudo que, tratado en los términos del Estado de bienestar, no se desata: constituye una esfera pública por contrariedad, por la negación de su no-existencia en Brasil. Estamos hablando de la lucha contra un orden y no de la gestión reformista del orden. Si se impide la implementación de cualquier programa de reformas en la periferia del capitalismo, el escepticismo con relación al papel del Estado como locus de transformación social parece lo más apropiado y, en ese contexto, los proyectos que se pretenden autonomistas deben ser analizados como importantes espacios de experimentación y posible radicalización de la lucha popular. Sin embargo, nada de esto resulta claro desde el momento en que los gobiernos y las instituciones multilaterales están defendiendo la autonomía de los pobres para “ayudarse a sí mismos”. Algunas de las confusiones semánticas con que nos encontramos se remontan a los años ’70, cuando el propio Banco Mundial comienza a apropiarse con entusiasmo de la autogestión de programas sociales, denominándola self-help. Para una población al margen de la economía formal y parcialmente estancada, estas políticas de bajo costo, que involucran el trabajo gratuito de los beneficiarios, aparecen como prácticas alternativas factibles y responsables frente a las faraónicas y deficitarias intervenciones estatales de los países en vías de desarrollo. Dar “poder a los usuarios” y beneficiarios de las políticas públicas, al mismo tiempo que se somete a estas a un vaciamiento de gastos, se convierte en uno de los lemas del Banco Mundial, glosando las palabras del arquitecto anarquista inglés John Turner [3]. Lo cierto es que en la tumultuosa década de los ’70, los Estados autoritarios y modernizadores se convirtieron en blanco de las críticas tanto liberales como de izquierda. Se produce, en ese momento, una insolita convergencia entre dos grupos opuestos, que no obstante reivindican algo parecido: la libre organización de las poblaciones en sus territorios. En las agendas y documentos del Banco parece darse una especie de cooptación de ideas y palabras de la izquierda, una táctica que la socióloga brasileña Vera Telles caracterizó como un “deslizamiento semántico” [4] (las mismas palabras pasan a significar otras cosas), que también se advierte en la construcción del léxico gerencial-solidario de los años neoliberales. El Banco Mundial no sólo secuestra a las palabras de izquierda, sino que esta pasa a reproducir su discurso gerencial y de “buenas prácticas”, surgiendo así una especie de “lengua única”, en la cual ya no se distingue quién las profiere. En los años ’90, nuevamente el Banco Mundial recomienda a los gobiernos políticas de self-help, adornadas ahora por la retórica de la “solidaridad” y apoyadas por las ONGs. Como afirmó Pierre Bourdieu, vemos a un escenário temeroso que “permite ‘culpar a la víctima’, única responsable de su infelicidad, y predicarle la ‘auto-ayuda’”[5]. De allí en más, vemos a una pelea interclasista dentro del cual ya no es posible distinguir quién es quién, pues todos dicen las mismas cosas [6]. No obstante, si atravesamos el campo discursivo y analizamos más detenidamente las prácticas, podremos recuperar alguna capacidad de distinción. No es difícil reconocer en las acciones de los movimientos populares iniciativas que no pueden ser cooptadas discursivamente: las ocupaciones de tierras y órganos públicos, el sentido de enfrentamiento, el ataque contra quienes detentan el poder económico y político, la crítica al modelo del desarrollo, las estructuras de formación de militantes independientes, los gritos de guerra y las místicas que exhiben otra historia, en suma, todo lo que habla de la construcción de un “poder popular” con cierta autonomía y con aspiraciones anti-capitalistas. A diferencia de las políticas neoliberales, que deliberadamente ofrecen soluciones preconcebidas para una demanda focalizada y pasiva, los mutirões forman parte de un largo proceso de lucha del movimiento popular, no sólo por satisfacer la necesidad básica del techo, sino por permitir el fortalecimiento de la organización y la concientización de los militantes. En esta lucha, el fondo público, entendido como acumulación de la riqueza socialmente producida, esta en disputa en todos los sentidos. Esta acción eminentemente política —es importante recordarlo— fue coordinada y bastante combativa en la época de su aparición. Los movimientos sociales, ya a comienzos de los años ochenta, reivindicaban su independencia técnica y organizativa en respecto al Estado, y establecían nuevos modelos de calidad del proceso productivo y del espacio construido —una lucha que enfrentaba abiertamente los modelos consensuados y autoritarios de la acción pública mercantil, dominada por la república de empresas constructoras del Brasil. Estas conquistas, basadas en una nueva forma de relación de la población organizada con el Estado, fundamentalmente por medio de la gestión de los emprendimientos, fue fruto de una gran movilización popular por la reforma urbana y por la transformación del país. Algo muy distinto de la solución individual, hecha con ahorro propio, técnicamente precaria, adoptada en las autoconstrucciones erigidas en terrenos clandestinos, que se esparcían por las ciudades en crecimiento. Autogestión y mutirão: paradojas de una forma futura vivida en el presente La autogestión de los trabajadores es un tema político recurrente a lo largo de la historia del capitalismo. Fue teorizada y puesta en práctica por anarquistas y comunistas, como anticipación de la organización futura de los trabajadores en una sociedad libre, donde existiría una forma avanzada de autogobierno, sin la figura del Estado. La idea de que la autogestión, antes que una forma de comando, es una forma de organización que enlaza intrínsecamente pensamiento, producción y acción, aparece explícita tanto en los escritos anarquistas como en los de Marx. En la organización de la producción, la autogestión estuvo casi siempre asociada a la forma cooperativa. El mutirão muestra herencias de esa forma, pero también especificidades propias, que son necesarias mencionar. El mutirão autogestionado es una asociación de trabajadores reunidos para la producción de una mercancía sui generis, cuyo destino inmediato no es el mercado sino la subsistencia. En él se produce un objeto que cristaliza el trabajo y tiene valor de uso (y potencial valor de cambio), pero que no fue estrictamente planeado con un objetivo de venta y valorización del capital. En este caso, la autogestión no se enfrenta directamente con el mercado, sino con el Estado, exigiendo fondos públicos para alimentar una producción destinada al consumo directo de los productores. De este modo, no internaliza la lógica del mercado, como sí hace la cooperativa, y explicita (y en tal sentido, externaliza) su conflicto con el Estado capitalista, en una lucha por la apropiación de la riqueza social. Esta característica distingue al mutirão tanto de la empresa constructora (donde prevalece la sujeción salarial) como de la cooperativa de construcción (presa de las leyes de la concurrencia), y por eso es preciso analizarla mejor, con el propósito de advertir sus posibilidades transformadoras. El mutirão es un espacio de libertad paradójico, al igual que una cooperativa, pero que tiene fundamentos distintos. Su límite más evidente es el de ser un momento de organización de trabajo efímero, ya que una vez finalizada la producción del bien de consumo, no se altera estructuralmente la relación de dependencia de esa población en relación a su venta de fuerza de trabajo en el mercado. En tal sentido, el mutirão no podría compararse, de hecho, con la cooperativa como una alternativa al trabajo asalariado sostenida en el tiempo. No obstante, dadas sus diferencias, resulta instructivo confrontar estos dos momentos productivos (el MST atravesó por ambos, por ejemplo) como ejercicio de reflexión, con el propósito de resaltar el valor experimental propio del mutirão [7]. La entrada de los sin techo al movimiento tiene un propósito material claro: la construcción de la casa, o sea, la producción de un ítem básico de subsistencia. El mutirão se les presenta como una alternativa defendida por el movimiento popular para la producción de la vivienda, si bien los motivos de esa “opción” no siempre se debaten en profundidad. El proceso de concientización se dará en el largo camino hacia la obtención de la casa. Vale decir: la acción política no está desde el comienzo o directamente vinculada al resultado, sino en los medios y en las formas de obtenerlo, en la multitud de conflictos y posibilidades que van forjando una posible conciencia crítica del proceso. El punto de partida es de ruptura: marchas, ocupaciones, tomas, etcétera. El momento siguiente es inevitablemente de integración, al solicitar la participación en la política pública y el acceso a fondos para financiar la obra de construcción. Los recursos son limitados y están autorizados por el Estado, que mantiene el poder de vetar tanto algunas decisiones del movimiento como determinadas opciones tecnológicas, además de ser capaz de detener la obra en cualquier momento, estrangulándola financieramente. La integración a la política pública plantea sus propios dilemas: puede derivar en la cooptación, el pragmatismo o el enfrentamiento, que en este caso dificultaría la liberación de recursos. Si el movimiento no ofrece una formación política amplia, capaz de ejercitar en cada militante su capacidad de comprensión crítica de los conflictos que atraviesa en el día a día, la oscilación entre combate e integración, entre resistencia y asimilación, puede inclinarse hacia un único lado. Al mismo tiempo, si no se establece esta disputa decisiva con el Estado, volvemos al mundo de la auto-construcción, el ahorro propio y el mercado. A la asesoría técnica que apoya la acción del movimiento, por su parte, le cabe un papel extremadamente delicado: el de preservar un conocimiento técnico que difícilmente puede ser socializado. Para Michael Albert, la autogestión significa que cada agente debe tomar parte de la toma de decisiones en la misma medida en que puede verse afectado por sus consecuencias [8]. En tal sentido, es preciso que el conocimiento especializado se difunda lo más posible para que cada uno de los agentes involucrados pueda sacar sus propias conclusiones. Pero aún si la asesoría procura siempre colectivizar su saber, se encuentra con límites claros en el marco de un contexto en que la inmensa mayoría de los militantes no ha tenido acceso a una educación básica que le permita manejar instrumentos elementales de conocimiento (matemática, física, geometría, lógica, escritura, etcétera). El mutirão, incluso por su libertad relativa, descansa en el supuesto técnico de la experimentación de nuevas formas y medios de producción y, consecuentemente, de nuevos productos. Pero este es un supuesto solamente de la asesoría, no necesaria y plenamente compartido por los miembros del mutirão. Se trata, de una alianza entre agentes de orígenes diferentes: los técnicos con formación universitaria y el pueblo organizado. De esta forma, la asesoría se encuentra necesariamente en terreno pantanoso: la dificultad de colectivizar los conocimientos y sus supuestos de experimentación y desarrollo de la técnica y la estética terminan por limitar la vivencia de los procesos autogestionados. Por más que procure siempre el diálogo con la autogestión de los miembros del mutirão, situación que se retroalimenta permanentemente en cada una de las etapas del proyecto y de la obra, la asesoría aún concentra el saber técnico y, correlativamente, parte importante del poder de decisión del grupo. Minimizar el papel de los agentes técnicos, si bien sería saludable, no resulta aún posible. Por otra parte, en una sociedad altamente colonizada por la lógica del capital, privada de creatividad autónoma y dominada por el fetiche de la mercancía, dejar todo en manos de la “demanda” (o el consumidor), con el único fin de demostrar —muchas veces incluso cínicamente— que tiene “poder de decisión”, termina en verdad reproduciendo lo dado por el capital como algo natural. Según proclama la campaña de los partidarios de Paulo Maluf, líder del PP (Partido Progresista) y unos de los personajes mas reaccionarios de la escena política de São Paulo, “el sueño de todo habitante de la favela es el Programa de Vivienda Cingapura[9]”, ¿por qué entonces hacer algo distinto? En tal sentido, como el movimiento popular no ha logrado fusionar aún el saber técnico en su propio seno —objetivo fundamental, en el que se empeña, particularmente, el MST—, es importante que el diálogo entre estos aliados ocurra de modo abierto y crítico, pero no antagónico. Para ello, las asesorías técnicas deben ser, también, colectivos autogestionados. La Usina, asesoría de la cual participamos, es por ejemplo un grupo radicalmente horizontal, en el que todas las decisiones —ya sean administrativas, o proyectuales o políticas— se toman de manera colectiva, en reuniones donde todos tienen igual derecho a voz y voto. Se busca generar también una rotación en las funciones, la alternancia de quien representa públicamente a la entidad y la isonomía salarial (todos percibimos el mismo valor-hora), independientemente del tiempo de experiencia, función o responsabilidad. Ello no nos exime de otras contradicciones cotidianas, entre ellas la dificultad de sobrevivir con este trabajo y lidiar con un papel donde se hibridan profesionalismo remunerado y militancia. No obstante, esta estructura nos coloca en cierta posición de igualdad frente a las asociaciones y movimientos con los que trabajamos: podemos discutir sobre autogestión porque intentamos practicarla. Sea del mutirão, la asesoría técnica o la cooperativa, resulta evidente que no es posible hablar en ningún caso de autogestión plena (únicamente posible en otra sociedad) sino de aproximaciones, pruebas y ensayos de lo que podría llegar a ser. En otros momentos, por el contrario, se manifiesta la cruda realidad del mercado al desnudo, como por ejemplo en la contratación de empresas constructoras convencionales que funcionan en base a relaciones laborales precarizadas para hacer avanzar la obra del mutirão, en paralelo al trabajo autogestionado —claramente, como una especie de sombra que acompaña la experiencia y ante la cual, por lo general, tanto el movimiento como la asesoría prefieren cerrar los ojos—, con excepción de algunas iniciativas que, en ausencia de cooperativas de construcción, buscaron distribuir el trabajo en un número mayor de pequeñas empresas constructoras gerenciadas por sus propios “dueños” (necesariamente involucrados en el trabajo de producción y no sólo en la administración de la mano de obra). Sin negar la existencia real de estas contradicciones —necesarias, ya que la experiencia no se produce dentro de un sistema libremente socializado, sino dentro del capitalismo—, es importante prestar atención a lo que aquí se ensaya. Quizá por su propia imperfección y extrañamiento, esta forma-mutirão, que colectiviza en vez de producir deliberadamente mercancías para su venta dentro del capitalismo, tenga un efecto brechtiano de desnaturalización de otras formas de organización capitalista del trabajo, en especial en las empresas constructoras tradicionales. ¿Cuál es la extraña novedad del mutirão? No produce mercancías con el objetivo inmediato de cambio y valorización del capital (aunque el capital se apropie indirectamente de ese valor de uso, en la medida en que detiene fuerza de trabajo), lo que le confiere una cualidad otra. Esta diferencia, combinada con la relativa horizontalidad del trabajo en la obra y la colectivización de las decisiones, el uso de la riqueza social acumulada por los fondos públicos y una perspectiva técnica diferenciada, constituyen puntos neurálgicos que permiten cierta ruptura con la lógica del capitalismo, y que no son nada despreciables políticamente. Desde ya, el mutirão no trae, por sí sólo, la posibilidad de transformar el sistema; no obstante, las relaciones de producción que en él se demuestran y experimentan pueden constituir alternativas al modo de producción capitalista. Dentro de este horizonte es que plantea importantes temas de discusión. El predominio del uso sobre el cambio no es un tema secundario, en tanto indica lo que podría ser la producción de un espacio fuera de las formas de producción capitalistas, dentro del cual el valor de uso y la preservación física y el saber del trabajo son preponderantes en las decisiones sobre el proyecto y su ejecución. Desde el momento en que se invierten los polos uso-cambio, toda la producción comienza a pautarse según la calidad de los materiales y espacios (como producto final) y por la adecuación de las técnicas a las exigencias del trabajo (como proceso de producción). La mentalidad empresarial capitalista, signada por el aumento de la productividad, la explotación del trabajo y la reducción de la calidad del producto y de su tiempo de vida útil, dejaría de dominar la producción. La desvinculación entre forma y contenido, intrínseca al sistema capitalista, también se vería cuestionada: una nueva forma de producción necesariamente diferencia los espacios producidos. Las técnicas adoptadas no pueden ser ya las mismas o al menos no se adoptan por los mismos motivos. La adecuación de la técnica al trabajo y al producto final hace que esta adquiera otro papel en la producción, lo que no significa en absoluto una regresión, ya que se puede disponer de las técnicas más avanzadas, siempre y cuando estén de acuerdo con las definiciones emanadas de la autogestión. Cuando prevalece el uso, se amplía el campo de desarrollo de la experimentación. La misma debe medirse de acuerdo a la decisión colectiva y a las técnicas adecuadas, pero tiene parámetros de limitación relativamente mayores que la producción destinada al cambio. Más allá de ello, estos parámetros están altamente justificados social y políticamente, no económicamente. La forma-mutirão- autogestionado abre además otra cuestión importante: la necesaria vinculación entre forma y contenido permite una reflexión ética sobre la técnica, que el capitalismo evita desde su origen. El actual aparato tecnológico no niega su carácter autoritario, “el peculiar estruendo de la fábrica ahoga el propio pensamiento” [10]. En la autogestión, necesariamente, las técnicas de producción deben ser distintas, rehumanizando al hombre en vez de transformarlo en un autómata. Como recuerda el arquitecto Sérgio Ferro, al contrario del ritmo fabril de las industrias, la producción de arquitectura, próxima al saber obrero, todavía semi-artesanal, todavía una manufactura, incentiva la creatividad personal y colectiva; esta característica le permitiría ser la más radical de las artes, como experimentación de libres productores en diálogo [11]. Esta característica suya hace que el campo de la arquitectura, como espacio de libre control de los productores, tenga estas y otras posibilidades muy interesantes; como obra única, territorial, tectónica, para ser usada, vivida, transformada, que responde a necesidades físicas y espirituales. También aparece la dimensión social del trabajo, y con ella todas las dimensiones de la sociabilidad. Entre ellas, cabe resaltar la cuestión de género: en vez de ser una cuestión autónoma planteada de arriba hacia abajo, la misma aparece en la práctica, desde el momento en que las mujeres se colocan a priori como iguales. Este cambio abrupto de la sociabilidad trae distintos cuestionamientos en el nivel cotidiano de estas personas, desde el trabajo hasta el matrimonio. La seguridad laboral, la prevención de accidentes y la disminución de la fatiga también son cuestiones importantes a enfrentar, en tanto la construcción civil es uno de los espacios de producción más violentos, con los mayores índices de muertes y accidentes. En el mutirão, la supervivencia y el bienestar de los compañeros se convierte en un objetivo real (no para evitar las multas y las acciones laborales como hacen las empresas de construcción), sino simplemente porque se quiere preservar a todos hasta el fin del proceso —sin lo cual, no tendría sentido la lucha. Se trata de cambios que se producen en distintos niveles: en la sociabilidad, en la relación política entre los individuos, en la relación entre estos y la sociedad, en las relaciones de producción y en el tipo de producto creado. No se trata, sin embargo, de una revolución social propiamente dicha. Lo que es preciso preguntarnos es si estos cambios acumulan o no prácticas revelantes para la constitución de un poder popular. Si crean un campo de posibilidades de organización y sociabilidad imposibles dentro del sistema capitalista y, por eso mismo, un contrapoder. El mutirão de autogestión no es un modelo de política habitacional universal y nunca se presentó de tal forma. Es un espacio de resistencia y organización, de visualización de una práctica de un nuevo tipo. No existe poder popular que se sustente tan sólo en marchas, ocupaciones, congresos, programas y teorías. El mismo necesita realizarse en lo cotidiano, en respuesta a las necesidades básicas. Esto lo hemos aprendido aquí en América Latina ya hace algún tiempo, al menos desde Sierra Maestra y también en nuestras Comunidades Eclesiásticas de Base. Sólo hay práctica radical cuando el intelectual se pone de hecho al lado del pueblo, buscando soluciones colectivas para las cosas más prosaicas (encontrar abrigo) y más altas del espíritu (la discusión sobre el arte, el socialismo y demás). En tal contexto, la producción de arquitectura quiere, por eso mismo, restituirse no apenas como “techo”, sino como producción colectiva de espacio, libre, como arte. Experiencias de este tipo sólo se multiplicarían, de hecho, en la transición revolucionaria. Por ello mismo, constituyen laboratorios que requieren de un trabajo cuidadoso y un meditado análisis. REFERENCIAS [1] Mutirão: palabra de origen tupi-guarani, que en Brasil refiere se a actividades colectivas basadas en la ayuda mutua entre personas que se reúnen por un objetivo común. En Uruguay la práctica fue ampliamente utilizada en la construcción de viviendas a través de la FUCVAM (Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua) [2] A no ser indirectamente, por el intercambio con organizaciones uruguayas de cooperativismo de viviendas y por parte de algunos de los técnicos que apoyaban las iniciativas (el nombre de una de sus principales organizaciones de asesoría ya revela su posición: Acción Directa). [3] Sobre las agendas del Banco Mundial y el ambiguo papel desempeñado por Turner, véanse Mike Davis, “As ilusões do construa-você-mesmo”, en Planeta Favela. São Paulo: Boitempo, 2006; y Pedro Arantes, O ajuste urbano: as políticas do Banco Mundial e do BID para as cidades latino-americanas. Mestrado, FAU-USP, 2004. [4] Vera Telles. “No fio da navalha”, paper, São Paulo: Polis, feb-mayo, 1998. [5] Pierre Bourdieu. Contrafogos. Táticas para enfrentar a invasão neoliberal. Rio de Janeiro: Zahar, 1998. p. 15-16. [6] Paulo Arantes, “Esquerda e direita no espelho das ONGs”, en Zero à Esquerda. São Paulo: Conrad, 2004. En un Seminario al que convocaran poco tiempo atrás la Caixa Econômica Federal y la Financiadora de Estudios y Proyecto (FINEP) con el objetivo de discutir una intrigante “Red de Tecnologías Sociales” —del cual participó Usina—, un eminente profesor universitario sostuvo que el hecho de que cualquier individuo de clase media contratar un proyecto, dirigir la mano de obra necesaria, viabilizar la financiación y administrar su propia obra, hacía de él un “agente de autogestión”. [7] El hogar, en el medio urbano, puede entenderse como el “lugar de reproducción de la fuerza de trabajo”, distinto del lugar de producción. Los mutirões experimentan con la obra de construcción un “lugar de producción” basicamente en el momento en que se realizan las obras. Algunas veces las viviendas construídas pueden ser utilizadas como locus de producción (cuando sus habitantes, como parte de estrategias de supervivencia, monten en ellas peluquerias talleres mecánicos o pequeñas oficinas y comercios). Ya los asentamientos de Reforma Agraria promueven la superposición entre lugar de producción y reproducción de la fuerza de trabajo, dadas las características del modo de existencia en el campo. [8] “Buscando a autogestão”, en Autogestão Hoje: Teorias e Práticas Contemporâneas. São Paulo: Faísca Publicações Libertárias, 2004. [9] El llamado Proyecto Cingapura fue un programa de construcción de viviendas populares idealizado e implementado por gobiernos municipales de derecha en la ciudad de São Paulo entre los años de 1993 y 2000. La principal característica de ese programa fue una millonaria campaña publicitaria donde vendiase la idea de solucionar las más de dos mil favelas existentes en la ciudad. Concretamente, el Proyecto Cingapura fue un desastre. Los edificios fueron construidos en lugares de visibilidad pública, con soluciones urbanísticas y arquitectónicas de baja calidad; la población no tuvo acceso a la propiedad de su vivienda aún pagando al estado; el programa no tuvo relevancia demográfica y las grandes empresas constructoras fueron las principales beneficiadas con la suma de fondos destinados por el Estado para el proyecto. [10] Murray Bookchin, “Autogestão e tecnologias alternativas”, en Autogestão Hoje: Teorias e Práticas Contemporâneas. op. cit [11] En diversos textos. Sérgio Ferro, Arquitetura e trabalho livre. São Paulo: CosacNaify, 2006. |
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